ADICTOS
Reflexiones celulares en tiempos de cuarentena

El incierto camino de la hiperconexión digital. Imagen Pixabay
El tema de nuestra hiperconexión digital estaba en la palestra desde mucho antes de que apareciese el bicharraco con nombre de cerveza mexicana a amargarnos la vida. Numerosos estudios aseguraban, entre otras linduras, que el usuario promedio mira su teléfono celular más de 100 veces al día (¡!). La cifra, perturbadora per se, ha aumentado en al menos un 50% desde que comenzaron las cuarentenas alrededor del mundo, y el tiempo “invertido” mirando el aparato ha subido como espuma, llegando a niveles perniciosos, si no francamente psicóticos. Según la compañía española SmartMe Analytics, en ese país el tiempo de uso promedio del celular en la población es de tres horas y veinte minutos al día, cifras similares en nuestra región Latinoamericana.
Si el asunto ya era preocupante, hoy toma visos de pandemia, para utilizar un término acorde con los tiempos que corren. Nos hemos vuelto adictos a la pantalla y el distanciamiento físico nos ha vuelto aún más dependientes. Zoom, Outlook, WhatsApp, Instagram, Facebook, Tumblr, Twiter, Skype, y aplicaciones hasta para ir al baño de manera adecuada, conforman una lista interminable, agotadora. Parecemos unos community managers poseídos y encima, al contrario que ellos, no cobramos por hacerlo.
Hace unos días, en plena cuarentena obligatoria, salí a la terraza de mi departamento para la primera inyección diaria de cafeína, eran casi las 7 de la mañana y con una taza humeante de mi pócima favorita -después del vino tinto valga aclarar-, me dispuse al rito matutino de echar un vistazo a mensajes y correos en el móvil.
En ésta parte del mundo ya el invierno acecha, cuando me disponía a ver el teléfono sentí una ráfaga helada que me obligó a buscar abrigo. Al levantarme descubrí un cielo cubierto de nubes reflejando la luz del sol, que apenas remontaba la cordillera. Ni siquiera una pintura de Turner podría haberle hecho justicia a semejante espectáculo. Fue un instante revelador, me calé rápido un suéter y volví a sentarme para disfrutar ese efímero, pero maravilloso regalo. Tomé una foto rápida, puse el teléfono pantalla abajo para no distraerme y por quince sorprendentes minutos me olvidé de todo.
De esa fugaz comunión con la madre natura surgieron éstas reflexiones que hoy escribo. Una vez consumada la función en el cielo me quedé pensando por largo rato en la cantidad de momentos y sensaciones que nos perdemos cada día por estar umbilical y enfermizamente atados al celular, creyendo falazmente que una foto puede reemplazar a la emoción maravillosa de ser, conectar y existir en el momento preciso, sin interrupciones, sin interferencias, sin distracciones.

Un amanecer revelador en Santiago. Imagen Felipe Bernabó
Desde ese día intento disfrutar mi café sin acercarme al teléfono, que apago al menos una hora antes de dormir y prendo un tiempo prudente (¿?) después de despertar, para disfrutar los amaneceres, los olores, los pájaros que empiezan a volar. ¿Quién necesita sobrecargarse con información y comenzar a sufrir con tanta noticia terrible desde tan temprano? Yo no, pero la adicción es tal que no ha sido tarea fácil, y la epidemia tiene nombre desde hace ya un buen tiempo: “Nomofobia”, del inglés no-mobile-phone phobia, refiriéndose al temor irracional de no tener cerca el móvil.
Escribiendo estas líneas me vino a la memoria otro episodio relacionado con la pandemia digital. En un concierto en vivo de los Rolling Stones al que tuve la suerte de asistir en Santiago hace unos cuatro años, un tipo a mi lado se pasó más de dos horas grabando el espectáculo de Mick Jagger mientras yo, después de un par de fotos de rigor, me contorsionaba como bailarín de candomblé al ritmo de Jumpin’ Jack Flash y todos los clásicos que interpretaron esa noche. El sujeto dejaba el teléfono en alto y miraba a cualquier parte, ni un paso de baile, cero conexión con lo que sucedía en el escenario, nada evidente por lo menos, y como él varios más seguían el ejemplo, seguramente para todos ellos era más importante registrar el evento que vivirlo, y claro, subirlo a alguna red, porque para muchos lo importante es que se sepa, no el haberlo vivido, algo que capturó de manera magistral mi gran amigo Alberto Martínez, Betto, genial caricaturista del periódico colombiano El Espectador:

Caricatura de Betto en el periódico colombiano El Espectador. Cortesía Betto.
Cuánto nos estamos perdiendo…
Porque cuando logramos soltar el teléfono, saltamos a la TV, y de la TV al Ipad, y del Ipad a la compu, en un ciclo enfermizo y permanente, pasando en el proceso por un carrusel de emociones y sobreinformación que nos agota mental y físicamente en una verdadera maratón digital. Ni hablar de las discusiones bizantinas y absolutamente innecesarias en las que se ve uno inmerso con extraños, situación que describí en una columna anterior respecto del acoso digital y que he intentado zanjar, sin mucho éxito aún, pero con la convicción de su absoluta futilidad en la mayoría de los casos.
De sobra está decir que el celular es una herramienta fantástica y que, como cualquier otra, su buen uso depende de cada uno. Sin embargo hay un elemento que la distingue diametralmente de otras, porque apela fuerte a una necesidad humana básica: el contacto con los demás. Somos seres sociales por naturaleza, el rebaño llama en busca de cariño, aprobación, testimonio, apoyo y mil cosas más. Si además sumamos su multifuncionalidad, se hace casi imposible sustraerse a su uso delirante y obsesivo. Abrumados y desbordados por éste ciclo frenético frente la pantalla, aún no alcanzamos a ver la dimensión de sus consecuencias, que hace muy poco están siendo estudiadas, son la punta de un iceberg que flota peligroso amenazando hundirnos a todos si no tomamos los resguardos necesarios.
Desde cáncer por exposición constante a radiofrecuencias, hasta accidentes de tráfico, desde alteraciones del sueño, hasta depresión aguda, pasando por numerosos problemas físicos como neuralgia occipital, agotamiento visual y mental, dolor de dedos y manos, daños en la columna vertebral e incluso dificultades respiratorias por las malas posturas que inciden en la capacidad pulmonar. Acostarse viendo el celular activa receptores que inducen al cerebro a pensar que es de día y provoca insomnio, condición que a su vez tiene múltiples consecuencias negativas en nuestro bienestar físico. A eso, serio por sí mismo, hay que sumar otros efectos sobre la salud mental y emocional, aspecto sobre el que aún falta mucha tela por cortar ya que los estudios actuales aún no son concluyentes, básicamente debido a la curva de tiempo de investigación, que tiene a lo sumo algo más de diez años en adultos. Falta ver el efecto sobre niños y adolescentes, el futuro contará muchas historias al respecto, algunas sin duda alarmantes que ya se hacen evidentes, obesidad, depresión temprana, psicosis y vamos sumando.
Afortunadamente ya existen algunas iniciativas profesionales para contrarrestar el flagelo y sus nocivos efectos a edades tempranas. Un ejemplo, que seguramente se irá replicando en otras latitudes, es el instituto Desconect@ de Barcelona, cuyo director Marc Masip es psicólogo y experto en adicción a las nuevas tecnologías. Massip, asegura la página web “ha desarrollado un programa pionero nacido en 2012 para aprender a hacer un buen uso de las nuevas tecnologías sin deteriorar las relaciones personales y sin crear dependencias o adicciones”.
No se trata de alarmar sin sentido, si no de prever consecuencias negativas de nuestra interacción con un aparato que se ha vuelto parte integral de nuestras vidas y sacarle el mejor provecho sin sacrificar otras cosas vitales para nuestra salud física, mental y emocional.
Caminamos raudos hacia una sociedad digitalizada in extremis, tendencia que se ha visto exacerbada debido al distanciamiento físico que imponen estos tiempos de aislamiento y a todo lo que surgirá en ese sentido después de la pandemia. Numerosos estudios afirman que ésta nueva realidad no hará sino aumentar exponencialmente nuestra dependencia de las pantallas en los años por venir. Es mejor estar preparados.
Leer, desarrollar alguna afición nueva u olvidada, arreglar y organizar aquello que lleva años en desorden o no funciona, aprender a cocinar platos nuevos, si es lo suyo, en fin, son muchas las maneras de alejarse por un buen rato de la pantallita en estos tiempos virales, se vale incluso no hacer nada, el dolce far niente italiano que muchas veces siembra la semilla de alguna idea brillante, y si no, no hay problema, divague, sueñe, piense, ¡relájese!. De ninguna manera sugiero con esto que durante la cuarentena se aprenda usted un idioma, o dos, desarrolle abdominales de boxeador o se lea de un tirón los siete tomos de En busca del tiempo perdido de Proust, o los 32 volúmenes de la enciclopedia Británica, cada uno a su ritmo y a su gusto, ahora, si a usted eso lo hace feliz, pues hágalo. Lo que si está claro es que si no lo intentamos estamos condenados a una completa enajenación, a vivir cual siameses pegados al aparato.
Lo más irónico es que usted querido lector, muy probablemente esté leyendo estas líneas en su celular, bien, apenas termine, levante la cabeza, respire profundo y mire hacia afuera, hacia donde están el mundo y la vida.
Las pantallas vinieron para quedarse, hay que usarlas racionalmente para evitar efectos nocivos. Y además intentar a toda costa no perderse las maravillas que nos rodean, los olores, los sonidos, los paisajes, la gente que nos acompaña… De no hacerlo me temo que terminaremos como unos dementes hiperconectados, con escaso contacto con la realidad, esa de amaneceres maravillosos, que está allá afuera, no en la pantalla.
Desconéctese, mientras puede.
Adenda
Les dejo unos enlaces interesantes con consejos para desconectarse y un sencillo test para evaluar el grado de adicción de cada uno, que debo confesar, fallé miserablemente:
https://cuidateplus.marca.com/bienestar/2019/02/06/descubre-test-adicto-movil-169550.html